Cómo y por qué nos estalló la burbuja
Una desastrosa reforma de la legislación urbanística amparada por el Tribunal Constitucional concedió a los promotores inmobiliarios un papel tan determinante como nocivo en la economía
luis garicano 26.01.2014 | 10:42
Los apuntes
España paga desde hace seis años las consecuencias de una burbuja económica cimentada sobre un cambio legal que propició la especulación urbanística en connivencia con los poderes políticos y económicos locales. El cómo surgió y por qué nos estalló lo explica el economista Luis Garicano en este texto, extracto de su libro «El dilema de España».
El desenfreno urbanístico: una historia legal
Para entender el enorme desenfreno bajo el que funciona el urbanismo español es necesario comprender el desarrollo legislativo que ha permitido esa disipación. La mayor parte de los especialistas en la materia sitúan el origen de la descentralización del urbanismo en una ley de Aznar de 1998. La realidad es otra. El origen del caos parte (como en muchos otros temas, incluyendo el caos autonómico y la irreformable universidad) de una desafortunada sentencia del Tribunal Constitucional.
El urbanismo español estaba históricamente basado en una ley del 12 de mayo de 1956 que era en esencia una transposición de la ley de Mussolini promulgó para Italia en 1942. Diferenciaba tres tipos de suelo: urbano, urbanizable y rústico. Un aspecto importante de la ley era que las expropiaciones debían pagarse al precio que se esperaba que tuviera el suelo cuando estuviera urbanizado, lo cual resultaba muy caro para los Gobiernos y explica la falta de infraestructura pública durante los años del desarrollo.
En 1975 se reforma la ley en dos direcciones: se elimina el derecho a construir en suelo rústico y se cede a los ayuntamientos el 10 por ciento del terreno de un nuevo polígono. Esto hace que los ayuntamientos incentiven la construcción de polígonos. Más tarde, en 1990, se vuelve a reformar la ley y se incrementa la parte de los ayuntamientos hasta un 15 por ciento.
Pero el cambio drástico se produce con la legislación de 1994 de la Comunidad Valenciana, el kilómetro cero de los mayores desmanes urbanístico-financieros españoles. Esta ley introduce dos figuras novedosas en nuestro ordenamiento. La primera de ellas es el convenio urbanístico, que permite al propietario, tras un acuerdo con el ayuntamiento, hacer lo que desee con el suelo. El agente urbanizador es la segunda de estas figuras. Es un promotor que propone un plan de desarrollo del terreno de un tercero. Ofrece una parte al ayuntamiento, otra se la queda él y la tercera se la da al propietario. El ayuntamiento puede legalmente ofrecer un justiprecio al propietario y obligarle a aceptarlo. En ambos casos, si el ayuntamiento aprueba el plan, el proyecto no está sujeto a las clasificaciones previas del terreno.
Esta ley supone una descentralización sin precedentes del proceso de urbanismo y da una responsabilidad enorme a los ayuntamientos. Pone la primera piedra para que los promotores capturen (¡voluntariamente!) a los alcaldes y a los presidentes de las comunidades autónomas. La Administración central del Estado puso un recurso de inconstitucionalidad. Pero éste fue rechazado por el Tribunal Constitucional en 1997 con el argumento de que la Constitución otorga las competencias de derecho urbanístico a las autonomías.
La famosa ley del suelo de 1998 no es la causa de desastre, como muchos piensan, sino un intento de constitucionalizar la legislación anterior (el texto refundido de 1990), tratando de liberalizar la oferta de suelo y de crear un marco libre para evitar la arbitrariedad de los ayuntamientos. El Tribunal Constitucional tumbó de nuevo esta ley en 2001, con el resultado de que, en la práctica, cada comunidad autónoma puede hacer lo que quiera.
Tras estos cambios en el marco legal, un promotor podía hacerse rico desarrollando suelo que nunca antes había estado en el mercado, sólo con conseguir la aprobación del alcalde. Además, como la municipalidad también recibía altas compensaciones en metálico, el desarrollo urbanístico se convirtió en una importante fuente de financiación para las autoridades locales, que podían así expandir sus programas sociales.
Las cajas como financiadoras de la burbuja
Para los individuos con buenas conexiones, el camino hacia la riqueza estaba despejado; sólo les hacía falta conseguir una fuente de financiación. Las cajas de ahorros, con una mezcla de gestión politizada y de simple ignorancia, jugaron un papel fundamental a la hora de proveer esa financiación.
Durante la primera década de este siglo el sistema financiero español se repartía en dos partes más o menos iguales entre las cajas y los bancos. Las cajas, originalmente creadas para prestar servicios bancarios locales para la población de clase media y obrera, por tradición ignorada por los bancos tradicionales, tenían una fuerte base territorial y una actitud conservadora.
Dos aspectos clave de su regulación cambiaron con la llegada de la democracia. En primer lugar, en 1985 su control fue transferido a las regiones, lo que abrió la puerta para su «captura» por parte de los políticos locales. En segundo lugar, recibieron autorización del legislador para expandirse territorialmente fuera de su área provincial original de actividad. Como resultado, las cajas comenzaron una diversificación geográfica imparable y el número de sucursales se disparó. El 1 de enero de 2008, España contaba con cerca de 25.000 sucursales de cajas, una por cada 1.800 habitantes.
En esta carrera por el crecimiento, las cajas empezaron a canalizar préstamos a los promotores inmobiliarios de manera indiscriminada. Entre 1995 y 2005, los préstamos para la construcción y el desarrollo inmobiliario pasaron del 8 por ciento al 29 por ciento del PIB, y los préstamos a hogares para la adquisición de la vivienda crecieron del 17 por ciento del PIB al 49 por ciento. Este auge de los préstamos fue acompañado por el mismo efecto en la construcción. El número de viviendas construidas, siempre al alza, pasó de 150.000 en 1995 a 600.000 en 2007. Los precios también aumentaron rápidamente: según datos del Ministerio de Vivienda español, entre 1998 y el pico del boom de 2008, los precios nominales de la vivienda se incrementaron en un 175 por ciento, en comparación con un aumento del 61,5 por ciento en el IPC.
Como el crecimiento de los depósitos no era suficiente para hacer frente al auge de los préstamos, las cajas recurrieron a la financiación mayorista. Y dado que los préstamos estaban denominados en euros y en contra de garantías físicas (activos inmobiliarios), las instituciones internacionales no tuvieron ningún reparo en prestar lo necesario.
Desgraciadamente, el enorme crecimiento del sector de las cajas no fue acompañado de mejoras en su gobernanza. Las cajas no tenían accionistas; se regían por un consejo gobernado por normas autonómicas y elegido por los Gobiernos locales, los empleados y los clientes regionales y locales. Mediante sistemáticas modificaciones de la legislación autonómica, sufrieron en muchos casos un verdadero asalto a sus órganos de dirección por parte del poder político, que procedió a nombrar gestores, en ocasiones de bajísima formación financiera y empresarial, y a utilizar las cajas como bancos regionales de financiación de proyectos. Unos proyectos que, en no pocos casos, carecían de rentabilidad económica, como aeropuertos sin aviones, grandes y vacíos, parques temáticos o grandiosas ciudades de las artes, la justicia o la cultura
Intereses, no ideología
Es tentador, y quizás reconfortante, pensar que lo que presenciamos en España fue simplemente una combinación de errores de los poderes públicos y mucha mala suerte. Y sí, es cierto que hubo coincidencias negativas importantes en el germen del desastre. Pero también existen multitud de anécdotas que evidencian que no fue ésta la razón principal del desarrollo de una burbuja tan descomunal. Los poderes públicos buscaban en muchos casos su interés personal, incluso desarrollando proyectos que no tenían ningún sentido. Hemos visto muchas veces cómo el partido que gobierna defiende un proyecto insensato, y la oposición lo denuncia y se opone con dureza. En el momento en que el partido opositor consigue el poder, la situación cambia repentina y radicalmente: el que era la oposición se convierte en un defensor acérrimo del proyecto loco y el que estaba en el Gobierno, el pasar al otro lado, de repente ve la luz y lo rechaza.
Un ejemplo clásico al respecto es la construcción de la faraónica Ciudad de la Cultura de Galicia (...) Es inevitable concluir que, en muchos casos, a lo largo y ancho de nuestra geografía los partidos no defienden ideas sino que se comportan como intermediarios entre intereses económicos más o menos confesables (...)
Crecimiento sin conocimientos: consecuencias de la burbuja
La consecuencia del mecanismo diabólico que unía a los poderes locales, promotores y cajas fue que España tuvo los años más fáciles de su historia. Años en los que no era necesario estudiar, trabajar duro o innovar para hacerse rico. Sólo hacía falta tener un amigo en la Administración adecuada, es decir, tener un buen «enchufe».
La burbuja sumergió a España en una confortante pero engañosa neblina de éxito que ocultaba la realidad del país. A medida que los precios subían, el riesgo percibido por bancos y cajas y por los reguladores disminuía. Las familias, que solían vivir en viviendas de su propiedad y que invertían la mayor parte de su riqueza en bienes inmobiliarios, también se sentían más ricas. El resultado es que, al final de este período, España se encontró con un fuerte aumento de precios en el sector inmobiliario, uno de los niveles más altos de deuda privada en el mundo desarrollado (que se calcula en términos brutos en el 300 por ciento del PIB) y un enorme número de viviendas sin vender construidas entre 1995 y 2007.
Esta burbuja inmobiliaria tiene ahora consecuencias negativas para el crecimiento. Primero, porque, como en los países que descubren petróleo u otros recursos, los Gobiernos se embarcan en fastuosas inversiones y gastos improductivos (la Ciudad de la Cultura, por ejemplo) que tienen consecuencias sobre el gasto futuro y, por tanto, requieren de mayores impuestos. En el caso de España, el AVE, la mayor parte de cuyas vías es fuertemente deficitaria y lo será para siempre (como ha argumentado Germán Bel en España, capital París), es un caso obvio, pero existen muchos otros, particularmente en la cartera de prestaciones sanitarias. Segundo, porque la deuda en sí misma reduce el crecimiento. La razón es que incluso los proyectos de inversión que generan beneficios pueden tener problemas para conseguir capital si los financiadores temen que la inversión vaya a pagar las deudas previas. Es por eso que existe la bancarrota: alguien muy endeudado no puede salir del agujero porque ningún acreedor nuevo goza de protección contra los deudores pasados.
Además, en lo concerniente a nuestro país hay dos mecanismos adicionales por los que la burbuja tiene un impacto negativo sobre el crecimiento que requieren de una atención especial. Primero, España ha sufrido una variante de la «enfermedad holandesa». Esta expresión se refiere a los países que descubren repentinamente recursos naturales y que generalmente sufren como consecuencia de ello un fuerte deterioro de sus industrias exportadoras. Como en la España del Siglo de Oro, la repentina riqueza lleva a una fuerte subida de los precios de los productos no comerciales y causa un movimiento de los recursos desde los sectores comerciales y exportables hacia los no comerciales. Durante el Siglo de Oro España vio la destrucción de gran parte de su capacidad productiva. Los españoles, sobre todo los castellanos, se dedicaban a ser soldados o curas, mientras la construcción de palacios, iglesias y catedrales consumía una gran parte del ahorro del país.
El ladrillo no ha durado un siglo, sino sólo una década. Las catedrales de la España del nuevo milenio han sido los huertos solares, los estadios deportivos, los conciertos y festivales gratuitos en cada ciudad y en cada pueblo, las actividades de afirmación regional o provincial. Las tareas en las que los españoles han tenido éxito no son exportables (con contadas excepciones), sino que van ligadas al consumo interno.
La segunda consecuencia de la burbuja en España que requiere especial atención es su impacto sobre las instituciones y sobre las élites que nos gobiernan. Los incentivos y la selección que se produjo en el boom fueron nefastos.
Los políticos desmontaron sistemáticamente todas las instituciones independientes para ponerlas a su servicio. Por poner un ejemplo, el orgulloso e independiente Banco de España tuvo durante los años del descontrol financiero de la burbuja dos gobernadores sucesivos que eran políticos de carrera (uno de cada signo) y que no tenían ningún conocimiento de las que iban a ser sus dos funciones principales: la política monetaria y la supervisión bancaria. Lo mismo ha sucedido con el Tribunal Constitucional, hasta el punto de que es ahora presidido por un juez que es militante de un partido político. Una vez desmontadas las instituciones, puede llevar décadas reconstruir su independencia y su capacidad de análisis (...)